COMPLEJIDAD, CULTURA Y SOLIDARIDAD[1]
Emilio Roger Ciurana
La complejidad es una cultura que, como toda cultura, hay que cultivar. La cultura siempre es producto y productora de la relación entre el saber (en términos generales) y el mundo. La cultura puede ser vista desde diferentes aspectos: un aspecto antropológico; un aspecto sociológico; un aspecto noológico (ideológico). Este último aspecto, sobre todo, es el que nos va a interesar en este caso. Los seres humanos somos seres culturales. Dependemos siempre de la cultura.
Centrémonos en el aspecto noológico de la cultura. He afirmado que la complejidad es una cultura. Ahora voy a hacer la siguiente afirmación: la complejidad es la cultura que habría que cultivar de forma preferente y permanente. Ello redundaría de un modo fundamental en los espacios antroposocial y antropolítico. Pues es un hecho fácilmente constatable que el modo en que pensamos se refleja en la forma que toman nuestras acciones.
La complejidad es una cultura y un espacio de pensamiento. Todo espacio de pensamiento comporta un paradigma que lo gobierna (se podría desarrollar y profundizar en la idea de que en una cultura pueden convivir varios paradigmas aunque de hecho los modos de su funcionamiento obedecen a un paradigma general más profundo). Podemos pensar de forma simplificadora. Podemos pensar de forma reductora. Podemos pensar de forma totalizadora, nada de esto es pensar de forma compleja.
Como cultura y, por lo tanto, espacio de pensamiento no cabe reducir la complejidad al ámbito de la ciencia o al ámbito de la filosofía (estaríamos simplificando y cortando ámbitos que deben relacionarse). La complejidad es un espacio general de pensamiento. La idea de generalidad es importante.
Hay pensadores como Prigogine y Stengers para los que la complejidad es sobre todo un discurso a propósito de la ciencia. En cambio hay pensadores que, como Morin, defienden que la complejidad es un discurso general. Concierne no solo a la ciencia (de la que, efectivamente, se puede afirmar que ha surgido). Es en el ámbito científico en donde por primera vez se comienza a tomar consciencia del problema lógico de pensar de forma compleja. Es en la ciencia del calor; en la mecánica cuántica, por ejemplo en la obra de Bohr y Heisenberg; en la biología; etc, en donde comienza a emerger la problemática de pensar una realidad, una fenomenología no fácilmente normalizable y reducible a esquemas de orden y determinismo clásicos. Una realidad fenoménica no simplificable. Un discurso complejo concierne también y diríamos que sobretodo al ámbito filosófico, sociológico, político, esto es, al ámbito de la hipercomplejidad (complejidad propiamente humana).
La complejidad debe situarse en el nivel paradigmático. Si comprendemos que la complejidad es ante todo un paradigma, una forma de pensar, nos daremos cuenta de cómo la cultura general puede cambiar de aspecto. Cómo nuestras formas de actuar se pueden diferenciar de aquellas formas de acción reductoras y excluyentes que -sobre todo en el aspecto político- aún subsisten.
La cultura de la complejidad es la que debe acabar con un ser humano intelectualmente hemipléjico. Aquel que no tiene sentido de la relación y se convierte así en reflejo del personaje principal del cuento de Italo Calvino titulado “El vizconde demediado” (nos referimos al vizconde Medardo de Terralba, gran metáfora del hombre contemporáneo). Aquel que no tiene sentido de la relación entre el todo y la parte; lo global y contextual. Aquel que corta totalmente las relaciones entre ciencia y filosofía (desintegra por lo tanto el humanismo que debe imperar en ambas). Aquel que afirmando su identidad ignora su relación indispensable con el otro. Necesitamos un ser humano que piense en términos glocales: con la perspectiva poliescópica de lo global y lo local en un mismo espacio mental para responder a los desafíos planetarios que ponen ya en relación áreas dependientes unas de otras al mismo tiempo que están alejadas.
Pensar de forma paradigmáticamente compleja es pensar de forma relacional; es saber separar pero también unir; es saber organizar (no totalizar). Saber analizar y también sintetizar. Más aún, practicar el bucle entre ambos momentos del pensamiento. Lo que no es la complejidad es la simplificación puesta del revés.
Aquél que piensa de forma compleja nunca es tajante ni dictatorial (en política se suelen pagar caras las acciones que ignoran la ecología de la acción, es decir, que ignoran que toda acción se ejecuta dentro de un contexto más amplio. Una cosa son nuestras intenciones y otra, a veces muy diferente, son los resultados de nuestras acciones. Resultados que muchas veces hay que intentar corregir sobre la marcha. De ahí la necesidad fundamental del sujeto-estratega. Lo programado muchas veces no es buen compañero de viaje del sujeto complejo). Aquel que piensa de forma relacional adquiere las bases fundamentales para una cultura de la solidaridad.
Pensar de forma compleja es saber que siempre apostamos por una estrategia y que toda estrategia comporta sus riesgos. Comporta su incertidumbre.
Pensar de forma compleja es saber que no hay explicación sin comprensión. Es introducir la cualidad en un mundo gobernado por la cantidad.
El espacio de la complejidad, la cultura de la complejidad, es aquel espacio y aquella cultura en los que los seres humanos son considerados como sujetos. Seres humanos que saben que su autonomía se nutre de múltiples dependencias con sus semejantes. Seres que saben que su subjetividad depende de su relación con el nosotros de la sociedad y que ese nosotros depende de la autonomía de pensamiento y acción de cada uno. Por todo ello la complejidad es la cultura de la solidaridad.
[1] Este texto fue escrito en el contexto del CILPEC. Congreso Interlatino del Pensamiento Complejo. APC/UNESCO/UCAM. Río de Janeiro. Brasil. Septiembre 1998.